“Me llamo Lina, ayer fue mi cumpleaños y la pase muy rico. Hoy se me callo mi segundo diente y le dije a mumi que me habia lavado las manos antes de almorzar y era mentira. Peyisque a Natalia y mi mamá me regañó.” La anterior fue, como es evidente, mi primera aproximación a la escritura y a un diario que nunca tuvo más entradas. El año: 1993, mi edad 7 y si, recién cumplidos; Natalia es la menor de mis dos hermanos y “Mumi” era mi tía, que ya no está. Desde ahí pasó un buen rato hasta que volviera a coger un lápiz para escribir por voluntad propia… vinieron los cuentos y poemas del colegio, por los cuales nunca sentí mayor afinidad, además porque nunca me gustaron los finales felices y siempre tuve que cambiar lo que escribía para sacar buena nota.
Luego llegó la lectura y después de leer Noticia de un secuestro y la Bruja, como a los 13 años, decidí que quería ser escritora y periodista, pero el sueño se frustró rápidamente porque nunca escribí algo que me gustara en realidad. Después, en algún momento que no me es realmente claro, escribí un par de cuentos y unos cuantos buenos ensayos (claro, todo lo anterior a mi juicio y tal vez al de mi mamá), los escribí porque quise, porque me nació y porque en ese momento sentí que debía decir algo, algo que tuviera un mal final. No obstante, pienso que mucho se quedó en ese espacio infinito entre mí y la hoja de papel y así ha pasado siempre, porque para mi hay cosas imposibles de describir, como la sensación precisa al conocer un lugar nuevo o al comerme un buen chocolate o al ver una excelente película y creo que para eso están las fotos mentales y los demás sentidos y así suene raro, eso a mi modo de ver, se vive y no se escribe.
Más adelante, ya con la determinación de no ser escritora, aparecieron Cortázar y Camus y con ellos la sensación de leer buenos libros, libros que se podían sentir, oler y oír, y a su vez, llegó el convencimiento propio de que copiar estilos no era lo mío y de que la melancolía y la nostalgia son elementos esenciales, para mi, al juzgar un libro; además aprendí a leer y a fumar al tiempo. Luego, reapareció El principito y sobre eso tampoco se escribe, simplemente reapareció.
Posteriormente, debido a una decisión de última hora, después de pasar como por diez opciones de carrera diferentes en algo así como un año, de leer una cantidad de libros de todo tipo, de comer una gran cantidad de chocolates diferentes, de ver muchas películas de todos los géneros, de escribir un par de cuentos y de no haber abierto la Constitución Política más que para anotar un teléfono o una razón a falta de una hoja cualquiera, entré a Derecho en los Andes y para subir el nivel de ironía, no me arrepiento en absoluto.
Ahora, el pasado está parcialmente superado, ya no pellizco a mi hermana, no se me caen los dientes y mi mamá no me regaña sino me “aconseja”; además, a pesar de no bañarme todos los domingos, me lavo las manos antes de comer sin que nadie me lo diga y perdí esa grandiosa habilidad para decir mentiras. Lo nunca superado, sin embargo, se dio en el campo de la escritura, como antes, no me interesa ser una gran escritora o al menos no una “famosa”, quiero simplemente crear un estilo propio que a mi juicio sea bueno y con el que pueda decir lo que quiero decir, cuando lo quiera decir y como lo quiera decir, con irreverencia o decencia, y por qué no, eventualmente, llenarme de ese sentimiento de vanidad que caracteriza a todos los buenos escritores.